2014/07/25

Procuro Olvidarte



El perdón, por algo que  nos ha creado un sentimiento de herida, ira o venganza, no es algo que sea fácil de llevar a delante, de realizar, de poner en práctica, especialmente cuando hemos recibido o infringido una herida emocional importante. En las relaciones humanas siempre hay quien nos lastima y hay a quién producimos daño. Que levante la mano quien no ha vivido alguna experiencia de desencuentro con personas muy cercanas. Sin embargo, comprendemos la magnitud del bienestar psicológico que nos produce el saber perdonar cuando comprendemos que no se trata de algo que damos a otros sino a nosotros mismos. Entonces aprendemos a sacar fuera de nosotros esa sensación de desdicha que a veces llevamos durante años jugando a las escondidas con nuestra salud y con nuestro bienestar. El perdón nos libera de seguir siendo prisioneros de los rencores, la incertidumbre y las ofensas sufridas, porque el perdón, a diferencia del olvido, es posible de alcanzarlo a través de una conducta consciente. Naturalmente se trata de una conducta compleja con una marcada orientación terapéutica cargada de autovaloración, mejora de la autoestima, que frecuentemente requiere de la deconstrucción de actitudes que nos hacen reaccionar de forma grosera, con soberbia, irritabilidad y desprecio, porque a menudo nos quedamos mirando la puerta que se ha cerrado y añorando o reivindicando todo lo que se ha quedado tras de ella. El perdón nos ayuda a encontrar otras salidas.
El perdón no es el olvido, ya lo sabemos. Pero ayuda a olvidar. O quizá sea más exacto decir que el perdón hace que los recuerdos de una frustración, la desilusión, una traición, un desengaño amoroso o nuestra mentalidad de víctima pierdan la intensidad capaz de hacernos sufrir más allá de la breve melancolía. Naturalmente que hay cosas que no se perdonan, sería simplista y reduccionista considerarnos capaces de perdonar cualquier cosa. Pero sí de las que aquí hablamos, que no son otras que aquellas que tienen que ver “entre tú y yo” (amantes, hijos, padres, amigos...). Perdonar duele, a veces mucho. Pero el resentimiento, la hostilidad o el empecinamiento en no procurar olvidar, duelen aún más y lo peor es que se instala como una actitud defensiva siempre en estado de hipervigilancia que se nos acaba por convertir en una ocupación a tiempo completo. Cuando perdonamos empezamos a olvidar, no estamos cambiando el pasado, pero sí el futuro. Realmente olvidamos cuando dejamos de concentrarnos en aquello que pasó o causó nuestro sufrimiento, cuando deja de formar parte de nuestra cotidianidad; ocurre algo parecido como con el tabaco, olvidamos consumirlo cuando deja de formar parte de nuestras vidas. Contrariamente a lo que exponemos en esta breve reflexión al socaire de  emociones de ayer y de hoy, están los que sostienen “No puedo perdonar, porque no puedo olvidar”; esta manera de hablar y de actuar es un callejón sin salida, un punto muerto, un muerto de miedo. El problema que nos ocasiona esta forma de ver las cosas, o incluso de entenderlas y vivirlas, no nos viene de la memoria, sino de los sentimientos. Al contrario de los que piensan de esta manera, el perdón exige una excelente memoria y no amnesia. Cuando nos ponemos en paz con las personas, las situaciones e incluso las cosas que nos han hecho pasar etapas de nuestras vidas duras y difíciles, estamos en disposición de recordar aquellas otras que nos hicieron felices y en las que compartimos esfuerzos, confianza y en casi todas las ocasiones juventud.
El tema del perdón y el olvido también ha generado creaciones magníficas, como la siguiente: