Lo sabemos. Una crisis de pareja no significa
necesariamente el fin de una relación, pero es inevitable que, siempre que se
producen, emerjan estados emocionales (miedo, rabia, tristeza, frustración) que
provocan situaciones de estrés. Este estrés nos complica seriamente la vida
cuando se deriva en trastorno de ansiedad.
Las crisis en las parejas tienen, sobre todos, una
gran influencia en la toma de decisiones. Con más frecuencia de la que se
desea, los conflictos en las relaciones degeneran en situaciones irreversibles
y en rupturas. Es habitual que este tipo de decisiones vengan acompañadas de
sentimientos confusos, a veces incomprensibles, de una sensación de falta de
fuerzas, de altibajos personales que nos quitan las ganas de hacer nada por
salvar la relación. Lo peor es, en esos momentos, no tener la capacidad para
preguntarnos si realmente estamos en condiciones para preguntarnos los porqués
de seguir juntos, o para distinguir si la separación en la mejor de las
soluciones. El estrés suele jugar malas pasadas y la incomprensión es la
antesala de los arrepentimientos. Naturalmente son muchos los casos en el que el
amor se ha convertido en sufrimiento provocado por una imagen idealizada del
amor y por la falta de conocimiento de cómo se debe vivir un amor maduro.
Parece claro que, entonces, lo mejor para la salud es evitar ese padecimiento
lo antes posible.
No saber o comprender que el amor tiene límites, que las relaciones
afectivas son el reflejo de cómo hemos aprendido a amar, nos empuja a vivir en
el mundo de los estereotipos, donde difícilmente se conjugan positivamente la
idealización del otro con la necesidad de crecimiento personal que se ha de dar
en la relación de pareja; es decir, pensamientos como que “el amor es eterno” o que “el
verdadero amor es incondicional”, pueden alimentar creencias que
perjudiquen nuestra identidad, nuestra felicidad y rompan nuestros valores y
principios. Está claro que si una persona no quiere a otra no se ha de forzar
la continuidad de la relación, pero si la relación tampoco integra las
necesidades de crecimiento personal de dos personas maduras que se quieren, el
riesgo de una relación no saludable crece significativamente. Las dos personas
en una pareja tienen que amarse y también tienen que propiciar una relación en
la que se dé un espacio sano de crecimiento para los dos, en el que cada uno se
hace cargo de sí mismo, de sus asuntos, de sus emociones, sus pensamientos y
necesidades; de no ser así, el fantasma de la dependencia emocional acabaría
por instalarse en la interacción de la pareja, destruyéndola. Los amores
difíciles suelen adolecer de la honestidad necesaria en las relaciones
afectivas sanas, de la falta de autenticidad de las personas, de la
reciprocidad y equilibrio entre el dar y recibir cotidiano, así como de un
individualismo irresponsable.
Una relación saludable consiste en un proceso de
descubrimiento y crecimiento continuo, que durará el tiempo que dure, y donde
la clave de su continuidad reside en que cada miembro de la pareja tenga una
autoestima positiva y equilibrada.