Las víctimas permanecen en la relación violenta durante mucho tiempo antes de tomar
algún tipo de medida
algún tipo de medida
Son
muchos los términos que se utilizan para definir la violencia que se produce en
algunas relaciones de pareja, fundamentalmente en la violencia contra la mujer,
términos como violencia familiar, violencia de género, violencia doméstica son
de cuño cotidiano para definir una misma cosa, el ejercicio de la violencia en
base a la desigualdad de poder en la relación, que se produce en diferentes
grados de intensidad de las amenazas, la coacción psicológica y las palizas.
Hablamos de la manifestación del maltrato, que es un asunto serio y peligroso
que, en ningún caso, debemos confundir con las “peleas de pareja”. El maltrato
tiene como denominador común la
presencia de una figura agresora y de una figura de víctima, donde
existe continuidad en el agresor y habitualidad en la víctima (que en más casos
de los que nos pensamos se vive como una característica cultural).
Independientemente de que consideremos las peleas, agresiones, coacciones o chantajes
emocionales, que se producen de manera ocasional, una forma de maltrato; la
condición más determinante del maltrato es que la persona – mujer sobre todo – viva intensamente
la sensación de estar atrapada, ahogada en una situación de la que no puede
salir y vive con el temor de la amenaza a su integridad física y psicológica.
En las parejas que viven problemas
de agresividad se suele repetir un ciclo que, cuando no se es capaz de
romperse, puede llegar a causar enorme sufrimiento, ruina personal y legal, y a
menudo muerte.
Existe una primera fase conocida
como de incremento de la tensión, que es de duración variable, es la antesala a
la descarga de violencia física o de acorralamiento psicológico, que se produce
en una segunda fase, que por lo habitual supone el final de la escalada de tensión.
El hombre, una vez que golpea a la mujer o la agrede psicológicamente, cesa la
violencia, bien por un efecto de desahogo o porque ha conseguido los fines que
perseguía con la agresión. La tercera fase es la del arrepentimiento, de
conciencia del daño infligido y en la que el maltratador ocupa el rol de
conciliador, se muestra amable, cariñoso, mostrándose a sí mismo como víctima
de no sé qué circunstancias. Se
trata, en realidad, de la fase más peligrosa para la victima porque incluye
creencias de cambio en el maltratador que raramente tienen que ver con la
realidad, porque la fase de arrepentimiento tiende a desaparecer con rapidez.
Lo que realmente suele ocurrir es que a medida que se van sucediendo los episodios
de violencia, el agresor se arrepiente menos y se acostumbra más a ser violento
y a que la fase primera se repita con mucha más frecuencia. Lo que al principio
de la relación es una bofetada, luego puede ser una paliza, las palabras obscenas,
el tono de voz elevado o el despecho que vive la víctima al inicio se
convierten muy fácil y rápidamente en amenazas, menosprecio, ahogo u
hostigamiento.